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04/03/2015

Trágico inicio de año por víctimas de incendio en viviendas

Uno de los recuerdos más agradables que tengo de mi infancia es entrar en la cocina de la casa de mis abuelos en una tarde de invierno, ser asaltado por una mezcla de olor a castañas asadas, humo, y embutido de matanza impregnando el ambiente, y sentir un agradable, no excesivo, calor en el rostro y en las manos, en severo contraste con el frío de la calle.

 

Tenía los pies helados, tan fríos que cuando empezaban a entrar en calor dolían y picaban como si de repente toda la sangre en las piernas volviera a fluir hacia ellos y no encontrara espacio hacia donde ir. Al principio ni siquiera me quitaba el abrigo; ni aquellas casas ni sus moradores entendían nada de eficiencia energética ni de confortabilidad, y en realidad después de permanecer un tiempo bastante corto en aquella cocina acababas por entender que en realidad apenas hacía un poco menos de frío que en la calle. Mi abuela, Dios la bendiga donde quiera que esté, avivaba el fuego en la cocina de leña, mientras yo me sentaba junto con mis tíos y mis padres a la enorme mesa circular, levantando el faldón que caía hasta el suelo para meter las piernas debajo. Debajo de la mesa, oculto tras los faldones, ardía un brasero. Yo acercaba los pies hasta que palpaba su borde. Allí apoyaba el talón, y dejaba la planta del pie levitando a pocos centímetros por encima de la madera incandescente. A veces los pies más que levitar se apoyaban sobre los rescoldos, y entonces notaba un calor intenso y un olor a goma quemada ascendía desde la suela de mis deportivas.

 

Qué dura era la vida en aquellos pueblos de la montaña de Galicia. Qué eternos los inviernos, qué frías las madrugadas, qué húmedas las sábanas. Día tras día hasta bien entrada la primavera. Al acabar de cenar, mi abuela y mi tía rezaban el rosario en la cocina. Y cuando comenzaban aquellas letanías, sabía que era mi hora de ir a dormir. Mi madre preparaba una bolsa de agua caliente para poner en los pies. No duraba caliente mucho tiempo, pero sí que aguantaba lo bastante para que un niño sin preocupaciones vitales pudiera conciliar el sueño.

 

El gas natural llegó al pueblo, pero aún tardó muchos años en hacerlo. También llegaron los radiadores eléctricos. Y las dobles ventanas, y los cristales con aislamiento térmico. Y las cocinas de leña fueron sustituidas primero por cocinas de butano, luego por modernas cocinas de gas natural, vitrocerámica o inducción. Y los braseros perdieron la batalla frente a otras formas más seguras y más confortables de calentarse.

 

Han pasado casi cuarenta años desde que aquel niño aterido buscaba el calor del brasero. Y sin embargo hoy, en muchas viviendas de este país, los braseros han vuelto a la vida, justamente para en muchos casos quitársela a aquellos que querían calentarse. Aquel niño de hace casi cuarenta años no sabía nada de reacciones de combustión, ni de monóxido de carbono. Igual que mucha gente adulta que hoy en día busca una forma barata de calentarse. Hemos vuelto al fuego, y creo que no ha sido por romanticismo, sino más bien por la crisis. ¿Qué es lo que está pasando para que este comienzo de año esté siendo tan malo en cuanto a víctimas en viviendas por inhalación de humo o monóxido de carbono? Veinticinco fallecidos a lo largo del mes de enero es una cifra para ser tenida en cuenta. Las víctimas se encuentran casi siempre entre los más débiles: los ancianos, los niños, los menesterosos.

 

Tal vez haya llegado la hora de que nos planteemos seriamente hacer algo respecto a este asunto. Y creo que no se trata sólo de legislar, aunque en este país solemos arreglar los problemas a golpe de Decreto, sino sobre todo de concienciar, ya que de poco sirve hacer algo por obligación si no hay un convencimiento detrás. Debemos entre todos los que formamos este sector hacer un esfuerzo por COMUNICAR. Por llegar a toda la población con un mensaje claro: hoy, más que nunca, los incendios en el hogar son una triste realidad que nadie está exento de sufrir. Cuesta muy poco instalar un detector autónomo en la vivienda, disponer de un pequeño extintor para afrontar un fuego en la cocina, o tener a mano una manta ignífuga. Estoy seguro de que si se hubiera dispuesto de estos elementos en las viviendas siniestradas, al menos algunos de los fallecimientos que hoy lamentamos podrían haberse evitado.

 

Muchos de los que lean esto todavía tendrán la suerte de que vivan sus padres, que serán tal vez ancianos o muy mayores. Compren un detector autónomo e instálenlo en su vivienda, es un elemento barato y con muy poco mantenimiento. Extiendan esta costumbre a sus propios hogares: la vida de su familia, de sus hijos, puede un día depender de que una alarma les despierte en la noche ante un incendio incipiente. Identifiquen posibles focos de incendio en sus viviendas: fuentes de llama viva, cocinas, braseros, instalación eléctrica, cigarrillos…  Eviten malas prácticas en relación con estos elementos, y tengan localizado el extintor más próximo, bien sea propio o de las zonas comunes del edificio, y sepan cómo utilizarlo eficazmente.

Estoy seguro de que entre todos conseguiremos que este mensaje vaya calando en nuestra sociedad, y espero que pronto veamos que estas dramáticas cifras de fallecidos se reducen hasta el cero que todos deseamos.

Autor: Miguel Vidueira Penín
Director Técnico
Grupo CEPREVEN